Comentario
La primera oleada de movimientos heréticos en el Occidente plenomedieval parece haber coincidido en líneas generales con el ambiente milenarista, por lo demás minoritario, del primer tercio del siglo XI. Por desgracia se conocen bastante mal sus perfiles doctrinales, calificados genérica e impropiamente en función de modelos heredados del pasado, como maniqueos o incluso epicúreos, por textos ortodoxos siempre incidentales.
Los primeros focos de tensión parecen haber estado en Chalons-sur-Marne (1000), Orleans (1022), Arrás (1025) y Monteforte de Turín (1028), existiendo también indicios de conventículos heréticos para Ravena, Colonia, Maguncia y Goslar.
El origen de todos estos brotes permanece bastante oscuro, si bien resulta evidente su desconexión en el tiempo. Tampoco sus perfiles sociales aparecen definidos, ya que mientras que en Chalons el movimiento fue exclusivamente laico (rustici), en Orleans los herejes fueron clérigos y en Monteforte lo encabezaron miembros de la baja nobleza.
Doctrinalmente hablando, ciertos autores apoyándose en la calificación de maniqueos aportada por los cronistas de la época, han querido ver en todas estas manifestaciones un precedente del catarismo. Sin embargo, a pesar de algunos elementos de sabor dualista como la exacerbada creencia en el poder del Diablo, los perfiles -siempre difusos- de la mayoría de estos movimientos parecen responder a inquietudes bien distintas. Su exaltado ascetismo, identificado con el cristianismo evangélico, que les hacía rechazar el sexo, el consumo de carne y la percepción del diezmo, parecen conducirnos al ambiente general de renovación iniciado por aquel entonces en Occidente y que alcanzaría con la reforma gregoriana sus definitivos perfiles.
Por otro lado, y aparte de posibles influjos especialmente entre los clérigos de la doctrina filopanteísta de Escoto Eriugena (muerto en 880), el riguroso espiritualismo de todos estos grupos parece denotar tonos claramente conservadores en relación a las novedosas prácticas eclesiásticas coetáneas. Este conservadurismo, expresado en el rechazo al naciente culto eucarístico, al crucifijo, al bautismo de los infantes o al poder episcopal de conferir las órdenes, resaltando por el contrario la comunicación directa con Dios, nos habla de un evidente espíritu reaccionario, propio de un gran número de herejías. En cualquier caso, su mínima repercusión social y el auge de la reforma eclesiástica permitieron anular, casi en su nacimiento, estos brotes heterodoxos. La mera intervención diocesana, apoyada en ocasiones por las autoridades laicas, permitió que, a la altura de 1050, todos estos conventículos hubiesen ya desaparecido sin dejar rastro.
Carácter asimismo minoritario, pero doctrinalmente mucho más importante, tuvo en cambio la herejía protagonizada por Berengario de Tours (muerto en 1088) durante el pontificado de León IX (1049-1054).
Antiguo miembro de la escuela episcopal de Tours y posteriormente arcediano de Angers, Berengario afirmaba la simple presencia espiritual de Cristo en la eucaristía , retomando así la tesis del heresiarca Ratramno (mediados del IX). Condenado repetidamente en los sínodos de Roma, Vercelli (1050) y París (1054), fue en el de Tours (1054) -presidido por el legado pontificio Hildebrando, futuro Gregorio VII- donde abjuró al fin de su doctrina, admitiendo la presencia real de Cristo en el sacramento. Pese a ello, su equivoca actitud hasta la muerte y el hecho de contar con seguidores, motivaron a uno de sus más firmes oponentes, el abad del monasterio de Bec y futuro arzobispo de Canterbury, Lanfranco (muerto en 1089) a redactar su "De corpore et sanguine Christi". En su tratado, Lanfranco definía por primera vez la doctrina de la transubstanciación, que llegaría a alcanzar rango de dogma en el IV Concilio de Letrán.